Si
me dijeran que describiese la Candelaria en una palabra, sin dudar, sin cruzar
los dedos o parpadear, respondería: humo. Y es que el humo es como el agua: da
vida y la quita.
Esos
soldaditos de la muerte; esos tubitos con el apache guiñando el ojo en la
punta, han sido mis compañeros más fieles los últimos años, a pesar de que le
vayan quitando piedras a mi reloj de arena. Me acompañan del crepúsculo al
ocaso, dibujando figuritas que me ayudan a matar el tiempo, y le echan una
manito al tiempo para matarme a mí.
El
humo difumina la vista de la plazoleta y las palomas, que ingenuas, se tragan
las cenizas; me hacen pensar en la implosión de un ave fénix. El bastón y la
barba me hacen singular en el paisaje de todos los días pero el tubito apache
me acerca a todos aquellos que todavía tienen a Cronos de amigo.
Entre
esos muchachos soy un tal Pai Mei o el maestro Roshi, muchos otros algo
prepotentes me andan confundiendo con la reencarnación con un tipo llamado
Aristóteles. En todo caso me gustan más los primeros, muy orientales, digo me
gusta el oriente en otras palabras Japón por una razón sencilla: las bombas.
Esos
setenta años de Hiroshima y Nagazaki le dan ideas a un tipo envejecido y es que
a veces ¿No les da esa sensación de armar una bomba para volar un pedacito del
centro? Digo como para acabar con todo ese legado del Opus Dei, estoy seguro de
que a veces las bombas ayudan a un nuevo génesis, obviamente con una etapa
principal de éxodo, pues como dicen por ahí “hay que destruir para volver a
construir”. Así como Shih Huang T, yo quisiera que la historia empezara desde
mi barba, anotar un cuadrangular con mi bastón y una granada... Ya se me quemó
el apache, y moverme resulta complejo y tormentoso desde el bolardo, le pediré
el favor a un niño de estos de que me compre otro.
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