…El detective Fernández estaba en plena persecución, la
avenida séptima de la capital estaba llena de pólvora. Fernández lograba
esquivar las balas echando su cuerpo para atrás, sosteniéndose con astucia del
techo de la patrulla. Inmediatamente respondía los disparos de sus
contrincantes, encajándole a cada uno un tiro en medio de las cejas; estos iban
cayendo por las ventanas laterales de camionetas negras y blindadas, manchando
de sangre el pavimento.
Ya solo quedaba un auto en movimiento. Fernández sabía que
era su compañero, Rendón, quien estaba a bordo del mismo; había trabajado con él
veinte años, pero ahora, indiscutiblemente era el infiltrado de las mafias del
narcotráfico en la policía. La caravana de tiros se encaminaba hacia el centro
de la ciudad, mientras el cerro iluminado de Monserrate los observaba
parpadeando. Una bala se incrustó en el brazo de Fernández y tuvo que volver a
entrar en el vehículo.
La camioneta negra logró cerrar el paso a la patrulla. Rendón
le dio un disparo al conductor, quedando así frente a frente con Fernández,
quien únicamente contaba con una bala en su revólver. Cuando el dedo de Rendón
apretaba el gatillo, de pronto se oyó un estruendo y cayó de espaldas. El
conductor de la patrulla, apenas vivo, le disparó en la nuca con las últimas
fuerzas que le quedaban.
—¡Eeeeeeee!, perdieron los malos. ¡El detective Fernández es
el mejor!. ¿De verdad así de emocionante es tu trabajo papito?
—Sí, hijo, incluso muchísimo más- dijo el Sargento Fernández mientras
hacía una pose heroica. —Te quiero Dieguito. Duérmete ya, mañana te cuento otra
historia del trabajo. —besó la frente del niño, apagó la luz y salió del
cuarto. Pensó que tal vez sería mejor leerle un cuento real, de algún escritor
renombrado de novela policiaca o algo así. Se lo compraría en los próximos
días, ya solo era cuestión de esperar para que llegase el próximo soborno.