viernes, 16 de noviembre de 2018

Monólogo causado por ahogarse con un Piel Roja mientras veía por quinta vez Kill Bill, en lugar de leer a Borges.


Si me dijeran que describiese la Candelaria en una palabra, sin dudar, sin cruzar los dedos o parpadear, respondería: humo. Y es que el humo es como el agua: da vida y la quita.
Esos soldaditos de la muerte; esos tubitos con el apache guiñando el ojo en la punta, han sido mis compañeros más fieles los últimos años, a pesar de que le vayan quitando piedras a mi reloj de arena. Me acompañan del crepúsculo al ocaso, dibujando figuritas que me ayudan a matar el tiempo, y le echan una manito al tiempo para matarme a mí.
El humo difumina la vista de la plazoleta y las palomas, que ingenuas, se tragan las cenizas; me hacen pensar en la implosión de un ave fénix. El bastón y la barba me hacen singular en el paisaje de todos los días pero el tubito apache me acerca a todos aquellos que todavía tienen a Cronos de amigo.
Entre esos muchachos soy un tal Pai Mei o el maestro Roshi, muchos otros algo prepotentes me andan confundiendo con la reencarnación con un tipo llamado Aristóteles. En todo caso me gustan más los primeros, muy orientales, digo me gusta el oriente en otras palabras Japón por una razón sencilla: las bombas.
Esos setenta años de Hiroshima y Nagazaki le dan ideas a un tipo envejecido y es que a veces ¿No les da esa sensación de armar una bomba para volar un pedacito del centro? Digo como para acabar con todo ese legado del Opus Dei, estoy seguro de que a veces las bombas ayudan a un nuevo génesis, obviamente con una etapa principal de éxodo, pues como dicen por ahí “hay que destruir para volver a construir”. Así como Shih Huang T, yo quisiera que la historia empezara desde mi barba, anotar un cuadrangular con mi bastón y una granada... Ya se me quemó el apache, y moverme resulta complejo y tormentoso desde el bolardo, le pediré el favor a un niño de estos de que me compre otro.